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Arte y Teorí­a
Conversación con el teórico Stephen Wright sobre la promesa de la
Bill Kelley Jr.




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América Invertida

Stephen Wright (continuó): Es por ello que otra de las promesas de las prácticas sociales es la escapológica. No se escapan de la misma manera espectacular (aunque fascinante) que Houdini: simplemente no quieren ser captados como arte. Quieren ser un ente genuino, sin dejar de entenderse como arte. En otras palabras, no quieren ser representados como arte – quieren desbaratar esa performativa para rechazar dicha captura. A lo largo de la modernidad, el arte ha planteado unas promesas sociales y transformadoras maravillosas. Nunca las ha cumplido. Nunca ha podido hacerlo, porque se trataba de arte nada más. La promesa de separar el arte de sí mismo constituye la promesa de escaparse de la captura institucional; de escaparse se de la captura ideológica, así como escaparse de la captura ontológica (como arte). ¿Pero cómo ocurre esta captura? Se da de manera performativa – por lo tanto, estas prácticas prometen escaparse de la captura performativa.

Y esa constituye la esencia de la tercera promesa, la generativa, puesto que si dichas prácticas no se representan como arte, ¿entonces que le pasará al arte? ¿Dónde quedará la promesa del arte? A pesar de todos los aspectos prometedores (así como el auténtico interés en algunos casos) de los estudios de performance, queda claro que la performatividad conlleva un punto ciego inherente, así como cualquier perspectiva; y en vista del uso ostentoso e inflado de ese concepto en múltiples sopas teóricas, son las mismas prácticas sociales las que han expuesto sus inconvenientes. Lo que la performatividad pasa por alto es justamente lo que se está performando-- y con respecto a las prácticas artísticas, abandonar la caja de arena del arte por lo social puede calificarse como “competencia”. En la actualidad, tras un siglo de descalificación radical, hablar de competencia artística suena sospechosamente conservador – por lo menos para los expertos que se dedican a vigilar los límites del campo artístico. Sin embargo, no hay que confundir la competencia en este contexto con la habilidad artística o el oficio en la tradición de las bellas artes: más bien debe entenderse como practicamente sinónimo de la incompetencia, puesto que la promesa de la práctica social se funda en mutualizar la incompetencia, en la medida en que solo la ingenuidad e ingeniosidad de la incompetencia puede resaltar una competencia. En las celebres palabras de Robert Filliou en torno a su principio de equivalencia, en el arte existe una equivalencia fundamental entre lo bien hecho, lo mal hecho y lo no hecho. Supongo que podríamos añadir eso a la lista de promesas, pero tomo esta promesa generativa de manera más análoga que la famosa distinción hecha por Noam Chomsky entre la competencia lingüística (cualidad que poseen todos los parlantes nativos de un idioma natural, que les permite distinguir entre un acto de expresión gramaticalmente coherente y otro que no lo es) y el performance lingüístico (la actualización de dicha competencia al producir la acción de hablar). No hace falta performar una competencia para que dicha competencia exista. Esta es una promesa extraordinaria con la que puede cumplir el arte en su momento contemporáneo de migración trans-social: puede desplegar sus (in)competencias y auto-conocimiento en escenarios sociales muy distantes del arte, sin performarlos como arte en ningún momento.

¿Pero qué pasa cuando el arte abandona su “propio” territorio? ¿Qué pasa cuando se mueve a situaciones de colaboración en otros territorios y cuando migra al sur en términos sociales y epistémicos? ¿No será que realiza una suerte de promesa a través de su frecuente evidente ausencia – de la misma manera que la naturaleza aborrece un vacío? Ésta es la promesa de la reciprocidad extraterritorial, una manera quizás excesivamente multisilábica de describir cómo, al abandonar su propio territorio para entrar en otro y convertirse en práctica social, el arte en un gesto de reciprocidad abre un espacio y tal vez una promesa para que otras prácticas sociales cumplan y realicen

Bill Kelley Jr.: Se me ocurren varias preguntas al respecto, pero lo primero que me viene en mente es tu razonamiento de que estos tipos de práctica constituyen un reto para las instituciones de cultura experta. Un pensador muy relevante en torno a lo que está sucediendo en Latinoamérica es Boaventura de Sosa Santos. Tu reflexión sobre lo que parece ser un planteamiento transdisciplinario para las personas que tienen cierto nivel de competencia artística, más que constituir artistas que producen arte, me recuerda el razonamiento de Sosa Santos en el sentido de que todos deberíamos ampliar nuestra “ecología del conocimiento” examinando otras zonas de contacto (a menudo periféricas) – deberíamos dejar de ser tan egocéntricos en términos epistemológicos y buscar otras formas de conocimiento y de comunidades, por muy “no-performativos” que parezcan. ¿Qué tipos de prácticas has visto en Latinoamérica que poseen esta cualidad?

Stephen Wright: Suelo pensar que la práctica social, así como la investigación heurística que provoca, no es tanto “transdisciplinaria” – dinámica muy asociada al trabajo de Félix Guattari—sino extradisciplinaria. Es decir que está al completamente al margen de las reglas establecidas para las disciplinas académicas. La práctica centrada en el mundo del arte, por mucho que a veces cultive una actitud contestataria, en realidad es muy disciplinada; aunque se jacte de morder la mano que le da de comer, en realidad nunca muerde muy fuerte. La práctica social, aunque de ninguna manera es indisciplinada –en el sentido de que debe contar con un rigor formal, lógico e interno para ser significativo—simple y sencillamente no queda capturada por alguna disciplina epistémica fiscalizadora. Tampoco se apoya en las instituciones aprobadas por los ámbitos académicos o artísticos para fundamentar su legitimidad, sino que debe inventar sus propios ámbitos para poder sostener sus prácticas y engendrar otros mundos vitales de conocimiento, incluidos los del arte, que sean verosímiles – incluso si son solo embrionarias en forma. La extradisciplinaridad no es tanto una promesa de la práctica social, sino una de las condiciones que le brindan posibilidades y usos, y lo que sustenta su promesa escapológica.

No estoy seguro si sea necesario ampliar nuestra “ecología del conocimiento” tanto como readaptarla. Me parece que han llegado a su límite todas las modalidades de expansión, incluyendo la expansión cognitiva y conceptual, y por lo tanto necesitamos tomar seriamente en cuenta el crecimiento negativo en este ámbito también, con el fin no tanto de ampliar el vocabulario conceptual sino de reconfigurarlo e impulsar su aceptación. El léxico conceptual predominante, así como los andamiajes conceptuales con los que encaja, es algo que hemos heredado de la modernidad –y lo que resulta más paradójico es su perfección, puesto que nos proporciona una gama completa de herramientas léxicas y conceptuales. ¡El problema es que son las herramientas equivocadas! Y nos dejan mal equipados para describir prácticas emergentes en la medida que no están calibradas para nombrar intuiciones contemporáneas –únicamente logran distorsionarlas sistemáticamente y formatearlas según las normas del siglo pasado. Por lo tanto, necesitamos readaptar los vocabularios existentes del conocimiento; utilizar palabras, costumbres, instituciones de manera distinta, quizás promoviendo en particular formas de migración y de polinización cruzada conceptuales entre lenguajes diferentes del conocimiento. No obstante, estoy completamente de acuerdo con de Sosa Santos en lo referente a la importancia crucial de las “perspectivas sureñas”. No utilizo el término “sureño” en un sentido particularmente geográfico (aunque la geografía y la epistografía, por así decirlo, muchas veces sí se traslapan) sino más bien en un sentido epistémico y por tanto político. Por ejemplo, para mí el uso tiene una perspectiva netamente sureña con respecto a la auto-comprensión (y prepotencia) más bien norteña de la cultura experta. En todas las latitudes y longitudes, el uso delimita posiciones cognitivas y estéticas “al sur” de la cultura experta legitimada, porque el uso no es una contra-experticia, sino que señala una relación cognitiva totalmente distinta con los objetos, territorios, máquinas, redes, etc.

Sé que ya me has escuchado decir esto en otras ocasiones, pero veo una lógica un tanto acumulativa y compuesta en este respecto, que pasa de las inversiones a las inserciones e implicaciones. América invertida, pintura de Joaquín Torres García de 1943 que comúnmente lleva el título “Mundo Invertido” en inglés, ya que el continente de Sudamérica aparece con la punta sureña apuntando hacia arriba, constituye sin duda alguna la obra icónica del modernismo latinoamericano, ubicándose literalmente como un punto de referencia tanto artístico como político. Sin esa obra, las prácticas sociales con bases conceptuales que la siguieron no serían lo que son. Dicha obra no sólo volcó la representación cartográfica hegemónica; también cambió “la idea del sur” de un concepto meramente geográfico a una valoración netamente política. No cabe duda que produce un efecto de aislamiento que quiebra percepciones, pero sobre todo permitió escaparse de un código norteño a la vez que resaltó el hecho de que los mapas, imágenes y palabras no representan tanto cosas sino que plantean mundos – entre ellos mundos artísticos alternativos, que como mencioné anteriormente son de importancia fundamental para las prácticas sociales, puesto que éstas deben constituir y dedicarse a comunidades de legitimación ajenas al mundo existente del arte si proponen cumplir con sus promesas.

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